lunes, 7 de septiembre de 2009

La hazaña de Tilcara







Nació en medio de La Puna. Sus padres lo bautizaron Jhonny en honor a uno de los protagonistas del filme del viejo Oeste que unos “gringos” les habían mostrado en la plaza del pueblo. Esa misma noche lo concibieron en la casa de adobe con techos de pajas que, para los ex mineros oriundos de la ciudad boliviana de Potosí, era todo un lujo.
Jhonny Chupisaca llegó a este mundo un 28 de mayo después de un parto bien natural, ocurrido en medio da la nada, en el corral de las ovejas. Su madre, Hilaria Roldán le cortó el cordón umbilical con el mismo cuchillo con el que cuereaba los animales, al mirarlo a los ojos, descubrió que su hijo algún día llegaría lejos. .
Jhonny creció sano y fuerte. Era el único hijo y su madre, cargándolo en sus espaldas, lo llevaba a todos lado. Era su compañero cuando se dirigía a la plaza principal para vender ajíes del monte o los artículos de arcilla que fabricaba para ofrecerles a los turistas que visitaban Tilcara. Fue en el mercado que el niño descubrió ese objeto redondo que era perseguido por otros changuitos del lugar. Sus enormes ojos negros, hipnotizados, se movían al ritmo de los piques de la pelota. Iban y venían por las inclinadas calles del colonial caserío.
Antes de aprender a caminar, el pequeño, ya pateaba la pelota. Los changos más grandes, asombrados por las habilidades del bebé, le tiraban el balón número cinco con los colores de Boca. Así, entre uñudos y gambetas, Jhonny fue creciendo. Cuando tuvo edad para ir a la escuela, su padre le dijo que él nunca se pondría un delantal blanco, que lo llevaría a cuidar el rebaño de ovejas en medio de la nada. El niño, que sabía que era imposible decir que no, lo siguió una mañana y nunca más volvió a ver a sus amigos que le habían enseñado los primeros secretos del fulbo, como él decía.
En medio de los salitrales de la Puna, los Chupisaca veían pasar los días contemplando el movimiento de los animales. De vez en cuando, se entretenían cazando algún animal desorientado que había terminado en ese mar de tierra agreste y piedras filosas. De fulbo, ni una palabra. Don Washington creía que eso era una pérdida de tiempo porque creía que la única manera de ganarse la vida era deslomándose, trabajando de sol a sol. Era el pensamiento que le habían forjado en las minas de Potosí.
Pero un día una vinchuca se les cruzó en la vida de la familia. Don Washigton contrajo el mal de chagas y, como se negaba a recibir tratamiento médico, murió al poco tiempo. Antes de despedirse, el pastor le entregó a su hijo el regalo que siempre le quiso dar: una pelota de colores naranja y amarillo. Era una manera de ayudarlo a cumplir su sueño de diversión en medio de la nada. Era también la fórmula a la que había recurrido para que su hijo no lo odiara por haberle entregado tanta miseria y privaciones. Jhonny la abrazó y, en ese momento, prometió que no se separaría nunca de ella.
Así fue como el pequeño, que por esos entonces tenía 13 años, retomó la práctica del fulbo. En medio de los salitrales y descalzo para no romper las sufridas y bigotudas alpargatas de yute, Jhonny se pasaba la jornada pateando a un arco imaginario, gambeteando a los perros y a las ovejas. A los 18 años, cuando el balón ya estaba desgastado por el roce con el agreste suelo, doña Hilaria le pidió que la acompañara al pueblo para llevar las artesanías que vendería durante todo el verano. El joven se sintió extraño porque volvería a un lugar al que ya no pertenecía y que había olvidado totalmente. Se asustó y mucho.
Cuando caminaba por las inclinadas arterias, escuchó un sonido que creyó familiar, pero que no recordaba de qué era. Le alcanzó con levantar la mirada y observar a los changos jugando un picado en medio de la calle. Observó cada uno de sus movimientos y se rió cada vez que algunos de los futbolistas cometían algún error. Doña Hilaria lo miró y, con un simple movimiento de cabeza, lo autorizó a que fuera a jugar. Ese fue su segundo mejor regalo que recibió en su vida.
Le costó un par de minutos adaptarse a las calles con adoquines. El estaba acostumbrado a jugar en el piso liso de los salitrales. Cuando comenzó a dominar la pelota, no lo paró nadie. Turistas y lugareños detuvieron su andar para ver como desparramaba rivales. La rutinaria vida de la tranquila Tilcara se había despedazado en mil pedazos. Jhonny había logrado despertar aplausos y admiración de los habitantes del pueblo. El joven estaba feliz, había sido un ídolo por un día y sus hazañas con la de cuero quedaron grabadas a fuego en los ojos de las personas que tuvieron la dicha de descubrirlo.
Como era de esperarse, en un pueblo chico, el infierno es grande. No tardó mucho para que el intendente del pueblo se enterara de la existencia del astro de la Quebrada de Humahuaca. Carlos Güanca, además de ser el funcionario más importante, era el presidente de Once Estrellas, uno de los clubes más importantes del lugar que se preparaba para jugar el clásico contra El Mollar.
Güanca, gracias a los bolsones y a las mentiras incumplidas, se había transformado en el emperador democrático del pueblo. No había nadie que se animara a hacerle frente en las elecciones. Tenía todo controlado, inclusive, a los gringos, los mismos que con un par de miles de pesos, lo coimeaban para que les entregara hectáreas para la instalación de fastuosos emprendimientos turísticos. Los coyas, verdaderos dueños de las tierras, como siempre, se quedaban sin nada. Sin embargo, el mandamás de Tilcara tenía una deuda pendiente: ganarle a su archirival. No importaban los sobornos, los premios y las amenazas, hace cinco años que no sólo no podía vencerlos, sino que además ni siquiera conseguía un empate. No entendía que esa era la manera que tenían los débiles para derrotar al menos una vez al año al poderoso.
El intendente, después de consultarlo con su almohada, decidió ir a buscar al joven astro. Un día se presentó en la oficina y le pidió al chofer que lo llevara hasta la casa de los Chupisaca. Se subieron a la camioneta cuatro por cuatro que la ONU le había regalado para trasladar a los enfermos y que él no dudó ni un instante en hacerla suya. Fue recibido por Doña Hilaria cuando llegó al humilde rancho. Detrás de ella, temeroso, apareció Jhonny. Güanca le pidió que jugara para Once Estrellas. A cambio le prometió hacerle nueva la casa y un contrato de tres años en la municipalidad y, si ganaban el clásico, diez ovejas jóvenes.
No había tiempo para entrenar. El día del partido había llegado. La promesa de Once Estrellas, con todo el pudor a cuesta, se paró detrás de la tapia que era utilizada como vestuario. Su equipo jugaba con la camiseta de Boca y a él le entregaron la que tenía el 10. Le explicaron que era la misma que lucía Juan Román Riquelme. Jhonny sonrió sin saber por qué. El no conocía quién era ese señor. En la puna, donde el cuidaba ovejas, nadie había hablado de ese muchacho.
Cuando salió a la cancha se encontró con dos paisajes. Por un lado, Guanca, el mismo que en menos de 48 horas cumplió con su palabra, preparó un recibimiento espectacular para el equipo de su club que incluía bombas de estruendo y una lluvia de papelitos que fueron lanzados por los empleados municipales que habían sido obligados a gritar por el equipo del intendente. En el otro sector de la cancha estaban los jugadores de El Mollar. Lucían la camiseta de River y una cara de espanto terrible. Sabían que este año, un milagro les permitiría derrotar al poder.
Las sospechas no tardaron en hacerse realidad Chupisaca la rompía y a los 15 minutos Once Estrellas ganaba 2 a 0. Jhonny había hecho un gol y había colaborado para que un compañero hiciera otro. A pesar de semejante triunfo parcial, el joven no estaba feliz. Veía a la gente a los costados del campo con las caras largas. En el entretiempo, cuando se dirigía al vestuario escuchó a Güanca burlarse del público rival y prometer que sus vidas serían un infierno. Esas palabras retumbaron en sus oídos y se acordó de su padre, el mismo que no quería que jugara al fubol. Mientras sus compañeros festejaban antes de tiempo, el astro de la puna, sentado sobre una piedra, se preparaba para cambiar el rumbo de la historia con un plan casi macabro.
Ingresó a la cancha y en menos de media hora logró lo que parecía imposible: hizo un penal, metió un gol en contra y se hizo expulsar. Cuando se retiraba de la cancha después de haber visto la roja, Guanca fue a buscarlo y, antes de que le dijera nada, le arrojó la 10 en la cara. Armó su bolso y se colocó a la par de los hinchas de El Mollar que, como era de esperarse, terminó ganando el clásico. Cuando el referí dio por terminado el partido, Chupisaca fue llevado en andas por los jugadores que, minutos antes, habían sido sus rivales. Mientras daba la vuelta olímpica le clavó la mirada al intendente. En esta oportunidad él solo había vencido al poderoso. Chupisaca nunca más volvió a jugar al fútbol, pero la hazaña que realizó, como sus gambetas, quedaron grabadas con letras de oro en la historia de Tilcara.

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